Viajar o «ser viajado»
He viajado de muchas formas, desde mochilero con un pase de Interrail hasta siendo arrastrado a autocares con paradas programadas. Viajes de un día o de varias semanas. Con planificación o sin ninguna en absoluto.
Siempre asumí que viajar era ver muchas cosas –cuantas más mejor–, quizás aprender algo nuevo y regresar a casa con las fotografías pertinentes. Fotos a las que rara vez he regresado. Odias a los turistas, pero te comportas como tal.
Sin embargo, poco a poco me he ido alejando de esa necesidad de ver y fotografiarlo todo. Antes podía fácilmente peinar una galería de arte de punta a punta, pero ahora sólo me interesa detenerme en unas pocas obras. Viajar para descubrir poco, pero que ese poco se quede conmigo para siempre.
Una de las mejores definiciones entre un turista y un viajero la encontré leyendo Orient-Express: El tren de Europa de Mauricio Wiesenthal, quien recorrió París con una guía de viajes Baedeker de 1902, buscando «los rincones dorados de la Belle Époque».
El Baedeker estaba escrito para gente mucho más delicada que los turistas de ahora. No sé por qué hoy se editan tantas guías que presuponen que la gente se mueve sólo entre cemento, haciendo colas en los museos y puntuando los restaurantes como si fuesen a ser subastados. No creo que pueda considerarse sabroso ni saludable nada que sea puntuable. Tampoco comprendo por qué, si hay tanto aficionado al arte, no se visitan las bibliotecas para conocer a los clásicos de la cultura o se compran más libros en las librerías para regresar con un buen botín a casa, dándonos la oportunidad y el placer de practicar los idiomas de los países que visitamos.
Se viajaba entonces mejor, prestando atención a las sagradas escrituras de la historia, a las reliquias de la cultura, a los encantamientos del buen gusto, a las fuentes y a las aguas termales, a los senderos de montaña y a la vegetación. Y se daba importancia a los nombres de las maderas, a las flores, y a las hierbas que crecen en las ruinas y perfuman los jardines abandonados, donde hay niños que juegan a ínsulas extrañas.
[…]
No sé cuántas horas he dejado persiguiendo direcciones en las páginas sedosas de mis Baedeker, editadas con diminuta letra. A menudo la búsqueda de un viejo café me llevaba a un billar sórdido, que era lo único que quedaba de su leyenda. Los espejos y veladores se habían convertido en enormes mesas de paños verdes donde entrechocaban las bolas con un chasquido de marfil. Pero en la penumbra de humo se distinguía un perchero apolillado en el que Balzac había dejado olvidado un abrigo. Mis Baedeker me llevaban siempre al tiempo de los pianos negros y de los terciopelos violetas. A veces había sombreros viejos que nadie había reclamado desde que un escritor sin suerte se marchara de una novela que nadie quiso editarle. Y, siguiendo la dirección de una confitería famosa, donde me prometía degustar la mejor Sachertorte de Viena, me encontraba con una tienda de turkish delight. Pero nunca me importaron esos extravíos y rodeos, porque disfruto sentándome en un café de Montparnasse y leyendo, en una guía de París de 1902, que «los carruajes con cocheros de sombrero blanco son generalmente mejores. Tienen las ruedas cubiertas de caucho, y se les reconoce por las campanillas que llevan los caballos en el cuello».
Otra joya literaria que aborda el creciente turismo de masas es un artículo de Stefan Zweig escrito en 1926 bajo el título Viajar o «ser viajado», que viene incluido en La eternidad de un día: Clásicos del periodismo alemán (1823-1934) de Francisco Uzcanga Meinecke.
Me apasionan los puertos y las estaciones. Me puedo quedar horas y horas parado delante de ellos, contemplando cómo una nueva e impetuosa ola de personas y mercancías se abalanza sobre la que acaba de romper; disfruto con los enigmáticos signos que marcan la hora y el destino, con los gritos y ruidos, confusos y broncos, que se entremezclan en sonidos reveladores. Cada estación es única, cada una de ellas arrastra una lejanía diferente, cada puerto y cada barco trae un flete distinto. Representan el mundo en nuestras ciudades, la diversidad en nuestro día a día.
Pero he descubierto un nuevo tipo de estaciones, en París por primera vez: están en medio de la calle, sin cochera ni cubierta, carecen de distintivos y sufren sin embargo el mismo flujo incesante. Son las sedes de las grandes compañías de autocares, que tal vez suplanten algún día al vagón de tren; con ellas se instaura una nueva forma de viajar, el viaje en masa, el viaje por contrato, lo que yo llamo el «ser viajado». Las nueve: el primer tropel baja del bulevar, cuarenta, cincuenta pasajeros, la mayoría norteamericanos e ingleses, un guía con gorra de colores los carga en el vehículo, los van a llevar a Versalles, a los castillos del Loira, al Mont Saint-Michel, a la Provenza incluso. Una organización matemática les ha planificado y preparado todo el viaje: ellos no necesitan buscar nada ni hacer números. El motor arranca, pone rumbo a una ciudad desconocida, allí les espera el almuerzo (incluido en el precio) y, por la noche, la cama; las atracciones turísticas y los museos están abiertos de par en par a su llegada, no hace falta llamar al portero ni dar propina alguna. La duración de las visitas está programada con antelación, la calle escogida según experiencias anteriores. ¡Qué cómodo es todo esto! No hay que ocuparse del dinero, ni prepararse, ni leer libros, ni informarse sobre alojamientos—detrás de los viajados (no digo viajeros) espera el guarda con la gorra de colores (y es que sin duda es una especie de guarda o vigilante) y les aclara de forma mecánica cualquier contingencia—. No hay que hacer nada, basta con ir a una agencia de viajes, seleccionar un destino, pagar el importe—es como suscribir por quince días un título de viaje de renta fija, y ya rueda el equipaje por delante, laboriosos duendecillos preparan mesa y cama en un entorno nunca visto—, y así, sin mover un dedo, viajan hoy en día cientos de miles de turistas desde Inglaterra, desde Norteamérica, hasta aquí. O, más bien, los llevan de viaje.
He intentado ponerme por una vez en la situación de esta riada humana; es innegable que ofrece muchas comodidades. Todos los sentidos quedan libres para observar y disfrutar: se evita el estorbo de tener que ocuparse de cuestiones liliputienses, pero a la vez imprescindibles, como buscar alojamiento y reservar en un restaurante; tampoco hace falta consultar el horario de los trenes, no acaba uno vagando por callejuelas equivocadas, no se es víctima de engaños y estafas, no hay que chapurrear una lengua extranjera; todos los sentidos se concentran exclusivamente en absorber la novedad. Y esta novedad ha sido además tamizada a lo largo de muchas décadas de experiencia; en estos viajes organizados tan sólo se visita lo realmente importante; no les falta compañía a quienes necesitan compartir el placer para disfrutarlo de verdad. Además, es algo barato, práctico y, sobre todo, cómodo, de ahí que probablemente sea la fórmula del futuro. No se viajará más, lo viajarán a uno.
Ahora bien: ¿no se pierde con este agrupamiento arbitrario precisamente lo más fascinante del viaje? La misma palabra viaje viene envuelta, ya desde tiempos remotos, por un aroma de aventura y peligro, por un hálito de azar veleidoso y de seductora incertidumbre. Cuando viajamos, no lo hacemos sólo para buscar la lejanía sino también para abandonar lo propio, el mundo doméstico cotidiano y metódico, para disfrutar del no estar en casa y, por ello también, del no ser uno mismo. Deseamos interrumpir el simple ir viviendo por medio de vivencias. Pero aquellos que prefieren que los lleven de viaje sólo llegan a conocer lo novedoso de forma superficial, sin penetrar en su interior; se pierden irremediablemente todo lo peculiar y propio de un país al dejar que sus pasos sean conducidos por un guía y no por el verdadero dios del viajero: el azar. Estos ingleses y norteamericanos que se desplazan en autocares no salen en realidad de Inglaterra ni de Norteamérica, no oyen la lengua extranjera, no perciben (por falta de contacto) la singularidad, las costumbres del lugar. Ven lo que merece ser visto, cierto, pero en veinte descargas diarias; todos juntos presencia idénticas atracciones turísticas, todos tienen exactamente las mismas vivencias y en mayor medida, si cabe, al venir las explicaciones de la misma persona. Y nadie las vive a fondo, porque se acercan a los valores y a los mundos seleccionados en compañía, conversando y charlando, sin contemplar nunca a solas lo novedoso, sin absorber con devoción y en solitario las maravillas que se les ofrecen; lo que se lleva cada uno de vuelta no es sino el simple orgullo de haber tenido ante sus ojos esta iglesia o aquel cuadro (más una gesta deportiva que el sentimiento propio de un aprendizaje interior y de un enriquecimiento cultural).
De ahí que sea mejor lo incómodo, lo molesto, lo desagradable incluso: forma parte de todo verdadero viaje, porque siempre hay un contrasentido entre lo confortable, lo que se ha conseguido sin esfuerzo, y lo que se ha experimentado de verdad. Todo lo esencial en la vida, todo lo que consideramos provechoso, nace del esfuerzo y de la superación, todo lo que aumenta de verdad nuestra capacidad de entender el mundo tiene que partir de alguna forma de lo más íntimo de uno mismo. La mecánica cada vez más refinada del viaje se me antoja por ello más un peligro que una ventaja para quien no se conforma con acercarse a lo extraño de modo tangencial, sino que prefiere alimentar su espíritu con imágenes vivas e intensas de los nuevos paisajes. Allí donde no descubrimos algo o, por lo menos, suponemos descubrirlo, allí donde no sentimos una energía o una atracción oculta que nos conduce a nuevos hallazgos, el disfrute adolece de esa misteriosa tensión, de ese extraño vínculo entre lo nunca visto y nuestra mirada pasmada, y cuanto más reacios seamos a experimentar cómodamente las vivencias y, en vez de ello, optemos por aventurarnos en su busca, con tanta mayor intensidad se acabarán grabando en nuestro interior. Los funiculares son maravillosos: en una hora nos suben a las más grandiosas cumbres, descansados y con toda comodidad podemos disfrutar de la panorámica que se extiende a nuestros pies. Pero en este traslado pasivo y mecánico se echa de menos un estímulo anímico, un orgullo singular y turbador: el sentimiento de conquista. Y de este sentimiento, ciertamente peculiar y privativo de las auténticas vivencias, adolecen todos aquellos que «son viajados» en vez de viajar ellos mismos, aquellos que en algún mostrador pagan con la cartera el precio de un trayecto, pero no abonan el otro precio, el más caro, el más valioso, y que se paga con la voluntad interior, con el ánimo inquieto. Curiosamente es esta última inversión la que se recupera a posteriori con mayor margen de ganancia. Porque sólo las impresiones que se adquieren tras sufrir molestias, incomodidades y equivocaciones, permanecen luego en la memoria de forma duradera e intensa, nada se recuerda con más agrado que los pequeños contratiempos, las penalidades, los descuidos y los extravíos de un viaje, de igual modo que, ya en la edad madura, uno se regocija sobre todo con las boberías más pueriles de su juventud. Que nuestra vida diaria sea cada vez más mecánica, que circule por los pulidos raíles de un siglo tecnificado, es algo que no podemos evitar, y tampoco queremos hacerlo, ya que así nos ahorramos muchos esfuerzos. Pero el viaje debe seguir siendo derroche, sumisión del orden al azar y de lo cotidiano a lo excepcional, debe seguir siendo la expresión más personal y auténtica de nuestras inclinaciones; de ahí que tengamos que protegerlo frente a la nueva, burocrática y mecánica forma de turismo masivo e industrializado.
Salvemos este pequeño reducto aventurero de nuestra vida en exceso ordenada, no nos dejemos transportar como si fuéramos fletes de agencias utilitarias, sigamos viajando al modo de nuestros antepasados, según nuestra voluntad y eligiendo los destinos: sólo así se convertirá cada uno de nuestros viajes en un descubrimiento no sólo del mundo exterior sino de nuestro propio mundo interior.
February 23, 2022 | @ArturoHerrero