Arturo Herrero

Siguiendo mi camino

Siguiendo mi camino

Un segundo oficio es algo tan cercano a la personalidad de un artista que siempre nos preguntaremos si era, en realidad, su auténtica vocación. Por ejemplo, las pinturas de Leonardo da Vinci eran sólo su segundo oficio. En su tiempo fue más conocido como ingeniero militar, inventor de máquinas y, a ratos, maestro de ceremonias.

En realidad este libro quiere ser una defensa del humanismo y un alegato contra la especialización. La gente más ignorante y dogmática que he conocido se presentaba siempre como especializada en ciencias o técnicas muy complejas—lo cual me parece apasionante—pero opinaban de todo; osadía impropia de quien pretende ser tan limitado. Prefiero la sabiduría universal que reconoce una ignorancia general. Es más modesta.

Los escritores deberían aprender a investigar delante de un microscopio, de igual manera que los científicos tendrían que acostumbrarse a observar la realidad, leyendo buena literatura. Las grandes novelas realistas del pasado—minuciosas y precisas en el detalle—nos enseñaban a observar la vida. Y la ciencia no progresa solamente por observación y por experimentación, como suelen decir los manuales de manera muy simplista, sino porque el genio es capaz de crear en su imaginación ciertas asociaciones que luego pueden probarse en la realidad. Lo mismo que hace el artista. Por eso pudo decir Jung—en un genial diagnóstico—que cuando un ser humano pierde todo interés por la poesía y por el mito, se halla en la antesala de la enfermedad mental. Y si todavía sentimos el resplandor maravilloso que emana de la cultura clásica es porque los antiguos griegos crearon, en sus epopeyas, en su poesía y en su teatro, una paidea para educar a los jóvenes en los valores del mito. Justamente por eso he defendido siempre la idea de que Cervantes sometió a sus lectores a un juego psicológico muy provocativo al presentarnos a Don Quijote como un loco que había perdido el juicio leyendo delirios y disparates. A lo largo de su novela y a través de las desventuras de su héroe nos muestra más bien la decadencia de una sociedad enferma que, en el ocaso de un imperio, ya no comprendía el heroísmo ni el mito. Y, por parecidas razones, creo que el siglo XX—al quebrar de forma irresponsable las bases de la educación humanista—sumió a la sociedad burguesa en el cenagal de una crisis de valores.

Las utilidades de cualquier saber son impredecibles. Y el abuso de la especialización es una de las dolencias de la cultura moderna. Muchos de los grandes descubrimientos surgieron gracias a la capacidad de observación de un sabio que—por la amplitud de sus estudios—podía comparar y asociar experiencias muy diferentes.

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El mundo se nos ha llenado de divulgadores elementales que se consideran, con toda desfachatez, «cientificos». Hablan un lenguaje pretencioso y prohibicionista, alarmandodo a la gente sencilla; sobre todo en temas de medicina. Y creen que, para tener un concepto real de la vida, hay que darle a todo un nombre altisonante que suene a genética o a química.

«Olvida usted—le dije un día a uno de estos avisones—que casi todos nuestros antepasados vinieron al mundo antes de que nadie hubiese visto un espermatozoide por el microscopio».

Enseñarle la primera lección de filosofía a un universitario sabihondo es tan arriesgado como darle un martillo a un niño nervioso; éste piensa que todo es un clavo y el otro cree que todo es ciencia. Prefiero a mis viejos maestros que daban largos rodeos en la experiencia de la vida y en el conocimiento, hasta convertirse en sabios.

Siguiendo mi camino, Mauricio Wiesenthal.

August 05, 2020 | @ArturoHerrero