Paris, la capital del flâneur
Flâneur significa ‘paseante’ o ‘callejero’. Aquel que vaga por las calles, sin rumbo ni objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que le salen al paso. El término tuvo interés académico en el siglo XIX como símbolo de la experiencia urbana y la modernidad.
Yo llegué a este concepto leyendo Antifrágil: Las cosas que se benefician del desorden, donde Nassim Taleb extiende la definición a una manera filosófica de pensar y de vivir:
Flâneur racional (o simplemente flâneur): Alguien que, a diferencia de un turista, toma a cada paso la decisión oportunista de revisar su plan (o su destino) para impregnarse de nuevos elementos basados en la nueva información que va obteniendo. En los ámbitos de la investigación y la empresa, ser un flâneur equivale a «buscar la opcionalidad». Es una manera no narrativa de enfocar la vida.
Sin embargo, un detalle al que no había prestado suficiente atención es que la palabra procede del francés, y no es casualidad que así sea. La idea del flâneur surgió en París después de que el barón Haussmann rediseñara la ciudad. Los sombríos callejones se transformaron en anchos bulevares y plazas despejadas, se crearon parques y jardines, terminales ferroviarias, sistema de alcantarillado y alumbrado público, etc.
Le Boulevard, Paris (Boulevard Haussmann). Antoine Blanchard.
El impacto de la transformación de la ciudad fue extraordinario. Leyendo a algunos autores uno puede empezar a imaginar lo maravilloso que fue aquel Paris.
[…] Ah, ¡qué fácil y qué bien se vivía en París, sobre todo si uno era joven! El solo vagar por las calles ya era un placer y, a la vez, una lección permanente, porque todo estaba abierto a todos: por ejemplo, se podía entrar en una librería de viejo y hojear libros durante un cuarto de hora sin que el dueño refunfuñara y gruñera; se podía entrar en las pequeñas galerías, ver y tocar en las tiendas de bric-à-brac, gorrear en las subastas del hotel Drouot y charlar con las institutrices en los jardines; no era fácil detenerse cuando uno había empezado a callejear, la calle le atraía a uno como un imán y le mostraba cosas nuevas sin cesar, como un calidoscopio. Cuando uno se cansaba, se podía sentar en la terraza de uno de los diez mil cafés y escribir cartas en el papel que le daban gratis y dejar que los vendedores ambulantes le exhibieran un montón de objetos absurdos e inútiles. Una sola cosa era difícil: quedarse en casa o volver a casa, sobre todo cuando estallaba la primavera, la luz resplandecía plateada y blanda sobre el Sena, los árboles de los bulevares empezaban a espesarse de verde y las muchachas llevaban, prendidos con agujas, ramilletes de violetas a un sou cada uno; pero la verdad es que no hacía falta la primavera para estar de buen humor en París.
El mundo de ayer: Memorias de un europeo, Stefan Zweig.
Las nubes, de color de rosa, formaban una franja por encima de los tejados; empezaban ya a levantar los toldos de algunas tiendas; los carros de riego derramaban su lluvia sobre el polvo, y una inesperada frescura se mezclaba con las emanaciones de los cafés, que dejaban ver por sus puertas abiertas, entre plateados y dorados, flores en canastillos que se dibujaban en los altos espejos. La gente andaba despacio; había grupos de hombres hablando en medio de la acera, y pasaban las mujeres con cierta blancura en los ojos y ese tinte de camelia que da a las carnes femeninas la lasitud de los grandes calores. Algo enorme se extendía envolviendo las casas. Jamás París le pareció tan hermoso. En el porvenir únicamente percibía una interminable serie de años enteramente llenos de amor.
La educación sentimental, Gustave Flaubert.
May 02, 2022 | @ArturoHerrero